Una poética del exilio, Hanna Arendt y María Zambrano.

 



Es imposible, o no me siento capaz de resumir este libro. Solo me atrevo a aportar retales sacados de su inmensidad...


La razón poética de María Zambrano, junto con el corazón comprensivo y la imaginación creadora de Hannah Arendt, son los mejores exponentes de esta reunificación de saberes emparentados por un mismo origen y que, sin embargo, en los sucesivos avatares de guerras fratricidas, se han ido desprendiendo de la materia simbólica que los mantenía unidos y a flote.

Como se ve, en los discursos de Hannah Arendt y de María Zambrano se vislumbra, tras la tragedia, un sobrepasamiento, el elemento catártico que hace que de la destrucción surja un germen que viene a rescatarla.

En febrero de 1939 se cruzan físicamente los caminos de Hannah Arendt y de María Zambrano en el exilio, pero antes, mucho antes, habían empezado a entrecruzarse sus vidas.

La sensación de no pertenencia y de desubicación que comparten las dos pensadoras es el punto de partida en la conceptualización de un pensamiento singular, liminal y gestado al margen de cualquier escuela filosófica imperante. Pero el hecho de que tanto María Zambrano como Hannah Arendt —la una como filósofa y la otra como teórica política— naden a contracorriente no se debe a un prurito de originalidad, como bien explica Arendt en la entrevista que tiene lugar en Toronto en el mes de noviembre de 1972, sino que, según sus palabras: «Simplemente se ha dado así», ya que ninguna de ellas acaba de encajar del todo en ningún lado.

Zambrano anota en su autobiografía que, de pequeña, una acerba melancolía le arrebataba el ánimo, haciéndola llorar y tiñendo de reproches todo lo amable que la vida le ponía delante.

Pero, sin duda, la amistad para Arendt es un acontecimiento transhistórico que une a vivos y muertos en un diálogo ininterrumpido.

Así pues, lo que afirmaron tanto Arendt como Zambrano es la existencia de un pensamiento específicamente de mujer, creador y amplificado, capaz de integrar lo intelectual y lo afectivo a modo de un «amor intellectualis muy profundo», y que, en última instancia, a ellas les otorga la libertad de pensar y de crear, casi en todo momento, aquello que consideran necesario sin tener que ajustarse a los convencionalismos de rigor.

«Lo propiamente humano, lo que es específico del ser humano, lo que distingue al ser humano en su universalidad». La supuesta incongruencia aquí expresada entre lo común y lo excepcional del ser humano debe entenderse a la luz del pensamiento desarrollado in extenso en La condición humana, donde el mundo se presenta como una pluralidad de seres humanos caracterizados por su singularidad, distinctness; es decir, por aquella diferencia ontológica que los hace únicos dentro de la singularidad compartida con el resto de los seres humanos. En palabras de Arendt: «La pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos»

En la teoría arendtiana, el amor que el sujeto experimenta frente al mundo está marcado, también, por una conminación a cuidarlo para asegurar su perdurabilidad en el tiempo en las mejores condiciones, así como por una apertura solícita frente al Otro con el que se comparte el objeto de amor. Ateniéndose a una especie de imperativo categórico kantiano, Arendt introduce en sus escritos más tardíos la idea de una responsabilidad del individuo frente al mundo, haciendo que el cuidado se torne en un deber de obligado cumplimiento. De esta manera, cuidar al mundo significa, al mismo tiempo, trasmitirlo a las generaciones venideras en las mejores condiciones posibles, asegurando que el hilo de la tradición no se rompa. De ahí se entiende que, para Arendt, la educación sea una de las actividades más elementales y necesarias de toda sociedad humana.

En cierta forma, el amor político requiere de todo ser humano una labor ilustradora consistente en la comprensión universal de la historia de un mundo más antiguo e inmemorial, así como la trasmisión de esta a las generaciones venideras, haciéndose, con ello, responsable y custodio del bien que trasmite. Solo así, en un mundo creado por cuidadores, amantes y pedagogos, se entiende la promesa esperanzadora de la continuidad y de la permanencia resiliente de una sociedad de mortales, inherente en el concepto de amor mundi.

En el discurso político de Arendt, la reconciliación supone ponerse voluntariamente en el lugar del otro, en un ejercicio de empatía sin el cual sería imposible la continuación saludable del ejercicio político. Este tipo de comprensión, que, como afirma la autora en Filosofía y política, consiste en ver el mundo desde el punto de vista del otro, es el acto político por excelencia que permite, si no comprender lo incomprensible en su totalidad, sí llegar a hacer las paces con la realidad ajena, liberándonos y liberándolo al Otro del peso del pasado, así como permitiendo la continuación de una vida común en estado de plena lucidez. En suma, para amar al mundo, primero hay que reconciliarse con él.

De forma análoga a Hannah Arendt, el proceso de transformación que experimenta la filósofa española también va acompañado de un escenario de luminarias, marcado por el paso de la oscuridad a la luz. Lo que Arendt denomina «tiempos de oscuridad», en la terminología zambraniana pasa a llamarse la «época de las catacumbas». En ambos casos, sin embargo, se hace hincapié en un estadio quiescente de aparente penumbra que, no obstante, queda interrumpido por el reflejo inopinado de ciertas existencias, o de ciertas épocas, que insisten en llevar luz allá donde solo hay sombras. La época de las catacumbas precede siempre, como caparazón o como crisálida, a la trasformación en la luz.

No obstante, ni Zambrano ni Arendt son las primeras en intuir las posibilidades intelectuales del corazón, sino que mucho antes que ellas, una larga tradición mística lo define como el órgano sutil mediante el cual el gnóstico logra alcanzar la percepción intelectiva de Dios. En la tradición judía, el corazón es, sin duda, la sede de la vida del pensamiento, de la volición y de los sentimientos. También en el Corán se entrevé la misma «ciencia del corazón» al asegurar que Alá habla directamente al centro, qalb, del profeta, puesto que este es el único órgano humano capaz de abarcar al completo la naturaleza divina.

Si en el caso de Arendt el amor mundi es la expresión más fiable de la confianza en el prójimo como conciudadano de un mismo mundo, así como la esperanza de que ese apego por el espacio compartido se convierta en una garantía de la propia inmortalidad, la piedad en Zambrano es, de igual manera, ese amor al Otro, pero desde una doble perspectiva. Por una parte, por piedad el sujeto se religa a la persona que no es el Yo, enfrentándose a la mismidad desde el margen contrario. Por otra parte, se une al Otro que resulta incomprensible, desconocido e inabarcable según los estrechos cauces de la comprensión humana. Así considerada, la piedad es la fórmula de un amor sublimado que, al modo platónico, hace a la persona divina por participación en una querencia que la sobrepasa.

En la filosofía zambraniana, el sentimiento siempre precede al conocimiento.

Como conclusión, la piedad es, en el discurso amalgamador de Zambrano, un saber del sentir que procede de las entrañas y que recibimos, como se indica en El hombre y lo divino, por inspiración. La piedad en estos términos tiene el revestimiento de estigma, de don en ocasiones desmedido para el ser humano, y que le hace adentrarse en el misterio de lo Otro y de los otros. Al comparar la piedad de Zambrano con el amor mundi de Arendt, se hace evidente que ambos están marcados por la intersubjetividad, por el compromiso e interés por lo marginal y por una apertura total desde la mismidad hacia la alteridad.

La gran enseñanza que se desprende de la teoría de la crisis de Arendt y de Zambrano no es otra que el descubrimiento del «antídoto» que subyace en toda época de conmoción social y moral.

De la crisis se aprende, nos dicen ellas desde el exilio superado. Se aprende a cultivar un pensamiento limpio, singular, plenamente humano, que no sucumba a prerrogativas artificiales de regímenes inventados que anteponen intereses políticos y económicos a los de personas.

Para ambas, el acto creativo es, sin duda, una recreación sobre la ruina que parte siempre de un estado de desorden y de desigualdad para, desde allí, ir levantando piedra a piedra un espacio habitable: la morada del ser humano.

La gran pregunta que se hicieron ellas, como víctimas y como testigos de políticas deshumanizadas, debiera ser repensada desde nuestra óptica actual, desde la insanidad de nuestro propio tiempo: ¿merece la pena custodiar con tanto celo un sistema en el que la vida de un ser humano indeterminado, determinado tan solo por su edad, pasa a tener menor valor que la del resto en razón de una característica tan humana como la de envejecer? Si en tiempos de crisis nuestros Estados modernos no encuentran una solución mejor que la de comprometer el bienestar de unos para garantizar el de otros, recurriendo a la bárbara medida de sacrificios expiatorios a unos dioses invisibles, debiera uno pensar si se ha comprendido bien el testimonio último de las dos exiliadas protagonistas de estas páginas.

La convicción de que el ser humano no puede actuar en solitario, y de que para conseguir algo en el mundo debe realizarlo en concierto con otros seres humanos se retoma en el último capítulo de La vida del espíritu, donde se reafirma la siguiente tesis: «El consenso supone el reconocimiento de que ningún hombre puede actuar solo, que los hombres, si desean lograr algo en el mundo, deben actuar concertadamente»

En el pensamiento de las dos exiliadas, el único ser humano capaz de salvar a la humanidad de su ceguera es aquel que, pese a las mil tentaciones de una época bárbara e inhóspita, logra mantener a salvo, y a flote, una concepción íntegra de la Justicia.

Se llega, así, al final del viaje por entre los testimonios de dos mujeres que no claudicaron en ningún momento, ni siquiera ante el inhóspito desierto, ni siquiera cuando las tormentas de arena enterraban sus ruinas a medio rehacer, en ciernes de convertirse en una ciudad inexpugnable.




Este libro refleja gran parte del pensamiento de Arendt y Zambrano que se entrelaza y asemeja, igual que parte de sus vidas. Sin embargo, para poder englobar con certeza lo que nos quisieron transmitir, es importante conocer la historia, el contexto, sus biografías. Aquello que aconteció, el mundo que ellas habitaron. Es indispensable ir leyendo sus obras para construir el puzle de su intelecto. Así, Delirio y Destino y La Tumba de Antígona, me abrieron las puertas a Zambrano; igual que Eichmann en Jerusalén lo hizo con Arendt. Pero solo estoy en el vestíbulo, es necesario leer Los Orígenes del Totalitarismo para adentrarme un poco  más, igual que indagar más en las obras de Zambrano, aunque su escritura me resulte más complicada. 

En cualquier caso, ambas pensadoras han marcado mi 2023. Encontré un lugar acogedor y no quiero marcharme. 


Comentarios

  1. Me ha gustado leer estas pulsaciones del libro. Llama poderosamente la atención 'el pensamiento naciente' desde el exilio incluso también interior, totalmente ajeno a los dogmas y al cual abogan y desde la cual operan ambas autoras. Uno de mis propósitos para 2024 es leer a Zambrano. Me han recomendado empezar con 'Claros del Bosque' y después me gustaría leer 'La muerte de Antígona', que también has comentado por aquí.

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    1. Me alegro mucho 🙂 Cuéntanos cuando leas Claros del Bosque, a mí me costó mucho y lo abandoné, espero poco a poco ir entendiéndolo, es cierto que dicen que es maravilloso 😌

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