Kanada. Juan Gómez Bárcena

Me fui al océano, a dejarme llevar por la marea, a tumbarme sobre las olas que acogen y mecen cuerpos con cariño. Olas que habitan sobre páginas y se forman con signos. El océano ocupaba espacio a mi antojo, la marea era poesía y el oleaje marcaba una respiración envuelta en paz. Descubrí que el tamaño de una habitación puede engrandecerse según la mente que lo habite y que no hace falta salir al mundo para flotar sobre agua y sal. Que cuando ya no queda nada, sino vacío, una casa es, a la vez, cárcel y refugio. Descubrí Kanada y descubrí Mexico, pero sobre todo, descubrí a Juan Gómez Bárcena. 


Retales de mi lectura:

Paseas por una casa que no es tuya. Te pertenece del mismo modo que podría pertenecerte el cadáver de un ser querido: no es de nadie más pero tampoco termina de ser tuyo, quieres cubrirlo de tierra cuanto antes y quedarte con su recuerdo. O no quedarte con nada: un vacío. Pero no puedes enterrar tu casa muerta.

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Si se piensa con detenimiento es tan asombroso el milagro de la lectura. Contemplar un dibujo que no es diferente de los desconchados de una pared o de una procesión de hormigas y vislumbrar en un solo relámpago de lucidez un significado, una idea. Encadenar una reata de signos y armar con ellos un sentido que puede entretenernos o aburrirnos, conmovernos o hacernos desgraciados. Desde que has vuelto a casa ese milagro ya no se produce. Las palabras llegan a ti despojadas de su valor, no como palabras sino como garabatos abstrusos, sonidos ajenos que repites en voz alta, lleno de estupor, sin poder atribuirles ningún significado. Eso es todo cuanto tienes: un dibujo caprichoso que pasa a través de ti sin sembrar una sola idea.

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Pero tal vez una vida sin sentido no quiera decir una vida que no merezca la pena ser vivida

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Porque la humanidad es de hecho ridícula, y el chiste es ese relámpago de lucidez en que por un instante lo comprendes.

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Son ellos los que tienen miedo. Temen a los rusos y sin embargo preferirían cavar trincheras en la tierra helada, lejos de esos seres harapientos y terribles que morís sin cesar y que a pesar de todo continuáis llegando, incansables, interminables, a vuestra manera inmortales, ocupando las literas, llenando de nuevo los barracones que fueron vaciados con tanto esfuerzo, infinitos y demenciales como la misma estepa rusa. Temen vuestro olor. Temen vuestros piojos, y por eso nunca se descubren la cabeza. Temen las porras de vuestros kapos, que se abaten igual sobre hombres, mujeres y niños –y después de cada golpe giran la cabeza, buscando la aprobación de los soldados; y los soldados rehúyen esa mirada, anotan algo en su cuadernito, se marchan meneando la cabeza–. Temen la disentería, la sarna, la tuberculosis. Temen vuestros gritos, que en ocasiones suenan inhumanamente altos, como proferidos por la garganta de bestias o dioses. Temen vuestras risas, porque a veces, a pesar de todo, los prisioneros reís; risas enloquecidas, afiebradas, que se propagan en mitad de la noche y arden como la nieve.

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Así sucede siempre: es más fácil recordar a los asesinos que a sus víctimas. Los mayores crímenes no dejan huella, o si la dejan es una huella que engrandece aún más a sus verdugos. Las pirámides aztecas.

[...]

Ves a Schneider inclinado sobre su escritorio, tratando de imaginar en qué consiste que el mundo se acabe. Quieres gritarle: el fin es esto. El fin es empezar de nuevo. El fin es remontar el tiempo a contracorriente, como un río que el océano escupiera hacia la tierra, en busca de su diminuta desembocadura en las montañas.


Kanada de Juan Gómez Bárcena

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